El hombre, empuñaba tembloroso el viejo fusil de caño largo y doble. Lo había cargado hacía dos horas. El tiempo había llegado.
Tanto tiempo atrás el dolor lo había invadido. Durante días enteros, con sus noches, hubo pensado en cómo hacerlo. Primero, en realidad, no sabía qué hacer. Dudó muchas veces.
Lo primero que se le había ocurrido era irse lejos, a la ciudad. Pero el trabajo del campo le daba muy poco tiempo y casi nulas oportunidades para juntar el dinero suficiente. Adrián no tenía opciones. Estaba atado a la suerte familiar. Algún día de sus treinta y cinco años, creyó encontrar a la mujer de su vida. Esa chica del pueblo.
Aquel lejano día de enero, el sol arreciaba con un furor propio del infierno. Había ido con su padre a comprar provisiones y a vender las matas de paja seca del campo para forraje a lo de don Balori. El tano Balori era el dueño del almacén, y cada vez que tenían que ir, Adrián se subía rápido a la camioneta.
-No te hagás el pícaro. Vos sos nada más que de mamá. Además, esa chinita de mierda te va a hacer sufrir.- le decía su madre siempre cuando veía que el muchacho se perfumaba y vestía con la ropa de misa –las chinitas del pueblo son así, medio putas... ni bola te va a dar a vos que sos pobre y medio boludo, encima.-
Es cierto, Adrián había vivido toda su vida entre los caballos y el trabajo. No tenía idea de cómo era la gente, el roce social, ni a la escuela había ido. En casa, para aprender solamente el duro dolor de las mieses, el cuidado de los pocos animales de la familia y la crianza de los tres caballos. En eso era experto. Le gustaba montar los caballos y salir corriendo, con impulso animal de equino cruzar el campo, saltar el alambrado y volar hasta el monte. En esos momentos de libertad, no pensaba en otra cosa más que en estar con una chica, con una mujer que le diera vida, que lo llevara de la mano al baile para dar envidia a los peones del campo vecino que tantas cosas le contaban de los bailes de la ciudad. El vino pendenciero y las mujeres desnudas, sus caricias, sus besos. La televisión y las charlas con los muchachos, las risas, las resacas. Pero Adrián tenía que volver porque sino la mamá y el papá se enojarían, como siempre y comenzarían los castigos. Esa marca en el muslo, imborrable, como a un animal, lo acompañaría siempre en el recuerdo. Fue a los diez, se escapó al pueblo con el coloradito del campo de al lado. Estuvo cuatro horas afuera de la casa. Al volver, lo esperaba el acero candente, y la mano pesada. Esa vez, su madre le dijo: “vos sos nuestro, no podés hacer lo querás. Si te portás como una vaca, te tenemos que tratar como una vaca”, y le desnudó las piernas clavándole el acero de la marca. Cada vez que se iba lejos y solo, se acordaba de aquella época.
Las madrugadas eran para despertar, tomar una leche cruda y viril, un pan y salir a cuidar el campo. A ver las vacas, a limpiar el establo, dar de comer a los animales, marcar la tierra. Cada surco era una puñala-da abierta en su piel.
Cuando el tiempo pasa y lo viejo se va murien-do, la juventud y sus donaires lo invadieron. Alguna vez, a los dieciséis, se puso nervioso, digamos, violen-to. Se casaba uno de los muchachos con los que compartía, a veces, el trabajo, peones del campo ve-cino que ayudaban en el arreo o la cosecha.
-Mama, me han invitado al pueblo, que se casa un peón de al lado y uno de los muchachos me ha di-cho de ir.-
-No- dijo la madre.
-Pero mama, voy a la iglesia, un rato al campo y vuelvo. No tardo más que un rato-
-Mañana hay mucho que hacer. No vas.-
-Si llueve, no tenemos mucho que hacer. Mire las nubes-
-Te he dicho que no- gritó con furia la mujer.
-Me escapo, entonces.-
En ese momento, el padre alzó las cejas y se levantó para salir a cerrar el establo. Afuera, en el campo, el viento se había levantado furibundo.
-Te queda mucho cuero para marcar, ya sos grande y tenés que saber qué hacés. Contestame una vez más, mocoso de mierda y vas a ver. Nada más intentalo.-
Esas palabras bastaron. Esas dos contes-taciones fueron sus actos de rebeldía más grandes. La mujer era joven y fuerte todavía, además, el padre siempre asistía. Y él sí era fuerte. Adrián, por esos días, tendría quince años.
A los dieciocho, uno de aquellos hombres le contó por vez primera de las prostitutas de don Rato. El quilombo estaba sobre la ruta, a tres quilómetros. Le dijo que tendría que ir, que las mujeres eran her-mosas que le harían conocer lo bueno de la vida, que iba a sentir qué lindo era ser macho. Adrián no quería ir pero sabía que algo su cuerpo que no podía contro-lar le pedía esa sensación de la que hablaban los muchachos. Cada tanto su cama amanecía mojada y él tenía una sensación muy extraña en el alma cuando despertaba. La mamá estaba muy rara esos días, como enojada. Y él sentía que era por su culpa. Sentía in-tensamente un enorme temor y enojo. La sensación de esa necesidad física que tenía en su ser, era el motivo de ese enojo y eso, naturalmente, asustaba a Adrián. La naturaleza le daba motivos para odiar a su madre y ese odio podía ser mucho dolor.
La camioneta zumbaba y el padre manejaba en silencio. El olor de la cabina era insoportable. La acidez del olor de su padre con el perfume barato de él provocaba un ambiente de putridez revulsivo. Pero su cabeza pensaba en la hija de Balori. Una chiquita dulce con sus caderas de futura madre en ciernes, a la espera de que algún varón llenara sus entrañas de amor, unos pechos duros y enormes que eran la codicia de toda la muchachada y de uno cuantos chacareros, también. Adrián sentía fuego cada vez que la veía y ni una palabra salía de su boca. Sólo a veces la podía mirar a los ojos, en esos momentos, la dulzura de su sonrisa lo invadía y empujaba su vista al piso.
La llegada al pueblo fue igual que siempre. Descargaron todo y el padre entró a comprar maíz y a-rroz, latas y pertrechos. Adrián guardaba los fardos en el fondo del local, cuando ella salió con un vestidito a-pretado, de tela finita con flores celestes chiquititas. Hermosa. Transpiraba mucho por el calor sofocante y húmedo del tinglado, además, cargaba una enorme bandeja de papas para pelar en la pileta del fondo.
-Hola- dijo ella.
Él no respondió.
-Hola- repitió al tiempo que le tocaba un hombro.
Un relámpago lo atravesó y su cuerpo se estre-meció esquivando el contacto.
-¿Cómo te llamás?. Porque siempre nos vemos y nunca me dijiste tu nombre-
-Adrián.-respondió, seco, el hombre.
-Ah, María.- dijo la chica que no tendría más de veinte años.- ¿Nunca venís al pueblo, no?-
-No.-
-¿Por?-
-Vamos Adrián.- rugió la voz del padre detrás del muchacho.
-Bueno, chau- dijo él a la chica.
-Nos vemos- dijo cuando se secaba las manos en el vestido.
El camino fue hermoso, el aire fresco que entraba por el agujero del piso de la camioneta le refrescaba el cuerpo transpirado. Sus manos transpi-raban y sonreía. Era un nene grande, feliz.
-¿Qué hiciste, hijito?- le dijo la madre algunas horas después de su llegada, cuando él estaba acos-tado, sin poder dormir. Entró en su pieza como para limpiar y acomodando la ropa de su hijo sólo preguntó eso.
-Nada, mama.- tembló Adrián- ¿por?-
-Me dijo tu padre. Estuviste con esa yegua, ¿no?-
-No mama. Nada más la saludé, le juro.-
-Ya veremos- y cerró la puerta con un golpe.
En la cocina se escucharon gritos. Algo se rompió. Cuando Adrián bajó al tiempo, el padre estaba achicado en una silla de la cocina.
-Nunca más la vas a ver.- dijo- Tu madre nos va a matar.- agregó.
-Pero, pa.-
-Nada, hijo, tiene razón-
Subió a su pieza. Cuando volvió a bajar, lleva-ba la escopeta en sus manos.
Sin mediar palabra tiró al cuerpo del padre que seguía quieto, sentado en la silla. No le tembló el alma para disparar.
El campo se extendía eterno y verde sobre la tierra seca, bajo un sol de Arabia. El calor cejaba y un viento suave y tibio movía los pastos lentamente, como peinándolos. El cielo tenía un azul intenso.
-¿Vas a cazar?... ¿Estás loco?. Andáte adentro que te va a hacer mal. Encima estás sin la gorra. ¿Dón-de mierda está el vago de tu padre?-
-Adentro, como siempre- respondió él.
-Bueno, andá y decíle que no sea tan boludo que prenda el fuego de la cocina. Ya voy.-
-No.-
Y levantó el caño de la escopeta. La mirada de su madre se llenó de horror, vio, quizás por primera vez, que su vida se le podía escapar por los oscuros túneles del arma.
Cuando Adrián gatilló, la bala entró preci-samente por debajo de su mentón, destrozándole el cráneo en un estallido de sangre, huesos y materia gris.
El cuerpo de madre sosteniendo lo que había sido su hijo, daba una infinita e inexplicable tristeza.
Para ver y leer la versión de Leandro Silva, en cómic de este cuento, http://nebercia.blogspot.com/2009/11/silva-lopez-para-el-fanzine-dificil-que.html